Hoy no es siempre
- Gimena
- 12 nov 2018
- 3 Min. de lectura

Salí del colegio secundario, decidida. Escribanía me parecía perfecto, había aprobado ya el curso de ingreso y las ansias de comenzar me consumían. Pasaron los meses y de repente, el entusiasmo del día a día había desaparecido. ¿Me gustaba realmente lo que con tanta alegría había decidido hacía apenas algunos meses? Intentemos, pensaba, quizás el tiempo, quizás la costumbre, quizás... No. Hacia septiembre decidí replantearme mi próximo destino. ¿Profesorado de inglés? Curso aprobado. ¿Profesorado de Educación Física? Ingreso logrado. ¿Comunicación Social? Listo. Tres carreras me atraían ¿y ahora qué? Seguí a mi corazón y se inclinó hacia la pasión por los deportes. Finalmente esta elección se sentía bien.
Pasaron dos años y todo se detuvo. Una mañana muy fría de cerros nevados, en la última zancada de mi carrera, un sonido muy extraño me dejó tumbada en medio de la pista. “Desgarro de izquiotibial”, dijo el deportólogo. En ese momento todo se volvió gris. La angustia de no saber, el dolor de no poder compartir con mis compañeros tantos momentos... Pero no dejé que el pesimismo se apoderara de mi. Decidí creer que aquello no me iba a detener. “Voy a hacer rehabilitación, voy a ir al kinesiólogo todos los días mañana y tarde si hace falta, voy a perseverar, esto tiene solución”...
La herida fue sanando muy lentamente, pero a la hora del esfuerzo y la exigencia, volvía a abrirse, a resentirse, y al cabo de un tiempo se volvió inminente tomar una nueva decisión: no podía seguir a medias, no podía permitirme menos que una entrega del 100%. El cielo cambió de gris a negro. ¿Cómo saber qué camino elegir? ¿Quién me asegura que no será otra meta truncada al final? ¿Quién me quitaría tanta frustración con la que cargaba? Con el fuerte apoyo de mi familia, seguí adelante y me centré en otra de mis tres opciones: la comunicación.
Comencé asistiendo a algunas clases porque continuaba con esperanza de recuperarme y cursaba algunas materias del profesorado. Pero poco a poco me fui adentrando y sentí la necesidad de brindarme aún más a esta nueva carrera que ya empezaba a sentir como propia.
A mediadios del tercer año, tuve un simbronazo importante: estaba embarazada de mi primer hijo. A partir de ese momento, muchas preguntas me persiguieron durante largos nueve meses: ¿cómo haría para seguir yendo a clases? ¿Podría dejarlo en casa siendo tan pequeño, al cuidado de alguien más? ¿Tendría que dejar la universidad? ¿A un paso de finalizar, se convertiría esta en otra meta incumplida? El momento llegó y el amor más hermoso invadió mis días, mi hogar, mi familia. Por un momento las dudas se despejaron, tenía en él la fuerza para retomar mi camino y poder continuar con lo poco que quedaba del trayecto.
Los primeros meses del cuarto año llevé a mi bebé a clases. Mis profesores lo aceptaron e incluyeron en el aula. Luego el frío marcó los pasos: debía dejarlo en casa para no exponerlo a enfermedades, y luego de cada materia, me dirigía a mi hogar para amamantarlo y asegurarme de que estuviera bien. En más de un momento agradecí vivir tan cerca de la universidad.
Ahora el patrón sigue siendo el mismo, pero mi bebé ya tiene 10 meses y yo estoy a días de finalizar el cursado del último año de la Licenciatura en Comunicación Social. La sensación es increíble como agridulce, y supongo que es norma; es la anticipación de una etapa que llega a su final. Aún queda camino para llegar al título, hay una tesis en qué trabajar, y nadie sabe qué nos depara el futuro. Pero si hay algo que aprendí caminando, es que desistir no me hubiera conducido nunca ni a la mitad de todos mis logros de hoy. Por lo tanto, no importa cuán difícil se ponga la vida, avanzo con mi frase favorita en mente: “hoy no es siempre”. Disfruto lo bueno porque luego no estará y no me ahogo en lo malo, porque de igual manera, también pasará...
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